Virgen de Gracia

Te miro. Y me miras. Sostengo tu joven mirada y mientras tú te adentras por los recovecos del costal de mi nostalgia. Noto como los sentimientos aprietan la faja de la emoción. Aquí está, Señora del Lunes Santo, tu costalero. La ciudad, te espera. Necesitamos que derrames las guirnaldas de tu Gracia, para que acallen tantas voces ahogadas en desgracias. Por san Lorenzo, pasará la Emperatriz de jóvenes penitentes de paño azul y raso blanco de niñez,  farol en mano. La intimidad del Arroyo de Santa María, descubrirá que el cielo renacentista de la ciudad es el techo de palio de la Doncella de la antigua Colegiata. Y en tu guión, Madre, otro año más, te acompañará una nazarena de ojos azules bajo el blanco anonimato de su capirucho. Protégela.
Bajo el faldón azul de aquel primer paso de palio, sencillo como tú, viví intensos sentimientos y emociones que sólo conoce quien ha probado el dulce sacrificio de la trabajadera. La voz de Miguel se perdía entre el claustro de Santa María, sumida en aquella pesadilla de sus obras interminables. La plaza te esperaba absorta. Querían ver como se obraba el milagro de la Llena de Gracia. Y allí aparecías tú. Muy poquito a poco. «¡Llámate Tomás! ¡Menos paso quiero! ¡Vámonos valientes!». Y aquel capataz, que te llevaste junto a Luis Ruiz, para dirigir tu paso celestial de cada glorioso Lunes Santo, pronunciaba la orden esperada. «¡A media altura!» Y desafiando las mismas leyes físicas, nuestros cuerpos se comprimían en nervios, esfuerzo y dolor. «¡Un poquito más a tierra la delantera!». Macolla a macolla se superaba la frontera que había entre la Consolá y la ciudad. Y cuando las fuerzas ya habían abandonado, nuestro corazón gritaba: «¡Al cielo con Ella!»

Foto: Alberto Román Vílches (@tiopetos)

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